jueves, 10 de octubre de 2013

Vaca(no)ciones

Como ya he mencionado, hay muchas cosas buenas de trabajar en verano. Una de ellas es que si trabajas en julio y agosto hay bastante probabilidad de que mientras otros vuelven a la rutina (los afortunados, los que no siguen en el paro), tu puedas tener días libres y mofarte amistosamente de ellos (de los que no tienen trabajo no, evidentemente).
Y tener ocupación, sea en la época que sea y en el horario en el que sea es una cosa buena en si misma. Varios millones de personas buscan, y, patapúm, tu que ya estabas casi satisfecho con el trabajo a tiempo parcial que tenías estos últimos meses, y van y te ofrecen uno nuevo. Estás en racha, vuelves a levantar cabeza.
Valoras los pros y los contras, siendo estos últimos los menos. Y te cambias a una nueva empresa con unas funciones completamente distintas. Y por supuesto, como se suele decir, "no pain no gain". O sea que sin esfuerzo no hay recompensa. 

Tenías completamente arregladas las vacaciones. Sí, esa sensación que creías perdida, tener unas vacaciones normales y corrientes, de esas que cuando vuelves sigues teniendo trabajo y no de esas tipo "como el programa tenía poca audiencia y la cadena lo ha cancelado, tu contrato, tal como firmaste, se termina, así que te puedes ir un rato por ahí a freír espárragos y ya si eso te llamamos en un tiempo, por si acaso mándame algún mail en un tiempo". Tocaban dieciséis días laborables.
Pues bien, evidentemente al cambiar el trabajo por aquel en el cual, tras calibrar la balanza al milímetro resultaba más favorable, los días de vacaciones se resetean. Más bien se controlzetean. Destinos tan exóticos como Madrid y Salamanca, cuyos baratos vuelos y asequibles trenes estaban reservados con meses de antelación, debían ser cancelados, cosa que no le hace ninguna gracia la amigo Ryanair y a su primo guapo Renfe. En fin, que los pierdes. Te las arreglas para que en el nuevo trabajo te permitan librar ese fin de semana en el que te ibas de escapada, al cual ibas felizmente acompañado. Ibais un par de días a desconectar, a tomar un aire diferente al de Barcelona. Y ya está, esas serían tus vacaciones de 2012 y 2013.

Imagínate que vais ella y tu prontito al aeropuerto. Lo tenéis todo planificado. Planos imprimidos, hotel reservado, horarios de trenes y buses. Os habéis levantado a las cinco de la madrugada. Os habéis tomado un café en el aeropuerto con la calma (para más detalles sobre cafés en aeropuertos, aquí). Ya en la puerta de embarque, os dais cuenta de que cierta documentación imprescindible ha resbalado de la carpeta y está en algún sitio entre el control de seguridad y el avión, porque en las mochilas nada de nada. Alarma. Horror. El tiempo apremia y empezáis a correr como pollos sin cabeza. Resulta que el aeropuerto es un pelín grande. Resulta que nadie sabe nada. Al final el documento aparece, pero cuando coincidís los dos en la puerta de embarque, la señorita que esperó un rato desaparece y cierra. Esperáis y véis como la pasarela que lleva al avión se retira. Y todo se desvanece. Ahí va volando vuestro relax, vuestra pequeña desconexión planificada con tanta antelación.

Pero bueno, nunca habíais perdido un vuelo. Está claro que alguna vez os tenía que pasar.


No hay comentarios:

Publicar un comentario